La Selección en 3 tiempos

“Mas vale no ilusionarse”.

Era la Copa del Mundo de 1994, en Estados Unidos. Me había tocado ver en casa el 0-1 en contra que Noruega le recetó a la Selección. Inolvidable la estampa de un torpísimo Zague al arrojarse de panzazo y fallar un gol tan difícil de errar, que hasta mi vecino Manolo (obeso e incrédulo del futbol), afirmó que él lo habría anotado. Quizás el americanista concibió tan obvio el gol, que quiso anotar y festejar en el mismo movimiento en un arranque de eficiencia motriz (sus celebraciones “de panzazo” eran su rúbrica tanto en el América como en el Tri); el resultado fue pasar el resto de la Copa en el banquillo, la decepción de la Patria entera y la mofa de mi poco agraciado vecino.

El segundo juego lo ví en la biblioteca de la secundaria. Era día hábil pero en tiempos de Copa del Mundo, hasta las religiosas musitan el Angelus pidiendo un gol que reivindique algún alma descarriada y la Madre directora facilitó la suspensión de una clase para que el alumnado apasionado pudiera atestiguar 90 minutos de un juego cuya ocurrencia es cada cuatro años.

La mala noticia era que el contrincante le rezaba al mismo Dios católico, había avanzado a la segunda ronda en el Mundial anterior y para colmo le había ganado 1-0 a Italia. Dos goles de Luis García de media vuelta le dieron el triunfo a México (2-1) y ahora el Grupo de la Muerte estaba parejo con 3 puntos para cada equipo, pues Italia le ganó por la mínima a Noruega.

Reconozco haber llegado ese día a casa con un nacionalismo que no me cabía en el pecho: era el primer triunfo de México en un Mundial que yo atestiguaba como aficionado y nada se la comparaba. Ese día hasta saludé a una vecina que me resultaba indeseable: la alegría por los goles del “Niño Artillero” habían rendido más fruto que tres años de clases de educación cívica y habían transfigurado a mi vecina chismosa en una compatriota.

El tercer juego lo ví en casa. Golazo de Marcelino Bernal que ponía el partido 1-1 con la poderosa Italia. Ese resultado calificaba a los dos, ya que noruegos e irlandeses empataban a cero (marcador más que predecible cuando se enfrentan dos equipos ultra defensivos). Faltaban unos cuantos minutos para que terminara el juego; Enrique Bermudez gritaba vía satélite que estábamos a nada de calificar a la siguiente ronda por primera vez fuera de México, además como líderes del grupo de la muerte, por mayor número de goles a favor…

Yo estaba ansioso en el sillón y en algún momento un fantasma me recorrió: un fantasma que yo desconocía pero sabía que estaba ahí: el fantasma del infortunio, el del error de última hora que nos dejaba fuera, el de una especie de maldición mexicana que hacia gimotear a don Fernando Marcos “¿Por qué nos tiene que pasar esto?”. Insisto, yo no había vivido en carne propia la aparición de ese fantasma, sin embargo algo en mi interior me dijo “No te ilusiones. Algo ocurrirá de último momento y nos quedaremos fuera… como siempre”.

Sorpresivamente ya nada ocurrió. México calificó a segunda ronda en una Copa del Mundo por primera vez fuera del Estadio Azteca. Lo hizo, además, como líder del llamado Grupo de la Muerte por encima de la tres veces campeona Italia.

“¿Y si vamos a La Minerva?”

México fue, en 1999, sede la Copa Confederaciones. El Estadio Jalisco recibió a un de las peores generaciones de futbolistas alemanes que hayan sido parte de su selección, con un veteranísimo Lothar Matthaeus como si jugador insignia. Brasil, que también jugó en el Jalisco la primera fase, traía jugadores más bien jóvenes que serían las promesas amarillas en los años por venir, entre ellos Ronaldinho Gaucho, jugador del Inter de Porto Alegre que con los años sería conocido sólo como Ronaldinho y que, en sus años en el Barcelona, sería el mejor del mundo comparado incluso con Pelé y Maradona.

La final se jugó en el Estadio Azteca. Mi amigo Javier Barragán nos invitó a verla en su casa a otro camarada, Omar González, y a mí. Al minuto 63 México ganaba 4-3 (dos de Zepeda, uno de Abundis y otro más de Cuauhtemoc Blanco; por Brasil sólo cabe comentar que Dinho no anotó).

México manejaba el partido y lo controlaba, y justo unos minutos antes de que terminara, en un alarde de optimismo y rompiendo claramente con el fantasma mencionado líneas arriba, Omar tuvo el arrebato de preguntarnos “¿y si vamos a la Minerva?”. Nos miramos unos breves segundos los tres, y asentimos. El partido aún no terminaba pero ya preparábamos el éxodo hacia el festejo por la victoria (inédita) de México en un torneo internacional organizado por la FIFA.

Los minutos finales fueron trámite. México era campeón y mientras Jorge Campos y otros 19 futbolistas con la verde se tomaban fotos con la copa recién obtenida, Javier, Omar y yo eramos llevador por el papá de Javier a algún lugar cercano a la fuente Minerva, a la que accederíamos caminando.

La Minerva era una fiesta, y aunque no bebimos alcohol por que ni lo acostumbrábamos ni teníamos edad para ello (ni intención de tirar 30 minutos de nuestras vidas formados para esperar ser surtidos en el Oxxo más cercano), nos la pasamos increíble. Éramos campeones, sí, de un torneo de mediano nivel pero campeones (por primera vez) al fin.

Bailamos y gritamos alrededor de la Minerva, echamos porras y nos abrazamos con un montón de desconocidos cuya única afinidad era la intención de echar desmadre porque México había ganado algo. Algún visionario tuvo la iniciativa de darle orden al caos y llevó un balón. ¿Qué mejor homenaje al triunfo en el futbol que jugando la clásica y tan gustada cascarita? La noche era tan a nuestro favor que se jugaba en tercias y cada quien se pudo acomodar en su hábitat cascarero natural: yo en la zaga, Omar en la media y Javier en la delantera. Ganamos dos ó tres partidas; nos vanagloriamos de nuestros triunfos a escala, perdimos un partido y nos retiramos de nuevo al jolgorio.

“Después del gol en minuto inicial, lo demás iba a ser tiempo añadido”

Trece años después de la Confederaciones. México no ha dejado de asistir a Copas del Mundo, y junto con Brasil, y Alemania, es el único equipo que de 1994 a la fecha ha pasado siempre a la segunda ronda.

En equipos con límite de edad, el Tri ya ganó dos Copas del Mundo para menores de 17 años y fue tercer lugar en menores de 20. Muy diferente luce el panorama comparado con los torneos de México en los años 60’s ó 70’s del siglo pasado…

México llega a la final de los Juegos Olímpicos, acaso el torneo de selecciones más importante después de la Copa del Mundo. El rival es Brasil, que entre otras curiosidades no ha ganado jamás la medalla de Oro olímpica y que dentro de dos y cuatro años será la sede del Mundial y de las Olimpiadas. Menudo paquete el del Tri: arrebatarle el Oro al scratch du Ouro.

Acaso como homenaje al Big Ben, Oribe Peralta anota el 1-0 con puntualidad inglesa: no había dado una vuelta completa el minutero cuando México ya aventajaba a Brasil. Juan Villoro hizo ya su síntesis inmejorable: “Después del gol en minuto inicial, lo demás iba a ser tiempo añadido”. Yo mismo me perdí el gol por estar observando como Fanny, mi novia, estrenaba una clase de cafetera con mecanismo italiano made in China.

El resto fueron 90 minutos de paciencia y de apretar los dientes. Brasil tenía la pelota aunque no llegaba con peligro. Cuando México la recuperaba, la perdía con infamia, casi con desdén. Al minuto Brasil echa la carrocería y entra Hulk a la delantera (lo de carrocería no es un decir: al jugador sólo le falta ser verde para terminar de hacerle honor al mote). Aún así, Diego Reyes y la defensa se las ingenian para que Hulk no pase más allá de su versión Bruce Banner y México aguanta el cero durante la primer mitad del partido.

Durante los primeros 20 minutos de la segunda mitad, México si padeció un asedio más real que potencial. El Tri seguía perdiendo pelotas y el tanto amarillo parecía cuestión de tiempo. La defensiva era heroica: no era la táctica ni el sistema lo que mantenía el cero en la portería de Jesús Corona, sino el pie que se atravesaba oportuno, la desviada providencial o el remate desafortunado del rival.

México comenzó a perder menos la pelota y hacía toques fáciles para generar confianza. De repente y casi sin querer llegó a la portería rival: parecía que el Tri no tenía que esforzarse demasiado para darle pelea a los sudamericanos. Minutos después, Marco Fabían ejecuta una chilena que pega en el poste y en la moral brasileña: sin un esfuerzo exhaustivo México generaba las genialidades que ni Hulk, ni Neymar, ni Marcelo lograron en 65 minutos.

A 15 minutos del final Oribe anota de cabeza el 2-0 en tiro de esquina y México suspira aliviado. La diferencia era más manejable ahora y el infortunio tenía que manifestarse ahora dos veces; lo hizo sólo una y en el minuto 90. Hulk deshonra su apodo y con un débil calcetinazo que se escurre entre las piernas de Corona acorta la diferencia. Ya no sería suficiente. México ganó el Oro olímpico en futbol.

Los mexicanos históricamente nos hemos manifestado como hinchas de Brasil.  Seguramente para suplir la ausencia del Tri en las rondas decisivas decidimos apoyar abiertamente al equipo que, aunque sea de "segunda mano", nos pueda dar alguna satisfacción. Ya no más: ni los amazónicos se dejarán querer por quienes le arrebataron el único trofeo que no luce en sus vitrinas, ni nosotros apoyaremos más a un rival que ha sido sometido.

Al terminar el partido, después de la euforia y del triunfo, no supe que hacer, me invadió el sinsentido. “¿Y ahora que sigue?”, le pregunté a mi hermano Omar, quince años menor. “Festejar” me dijo él, sereno. Pues sí, es lo lógico pero yo todavía cargo con el gen derrotista del mexicano y un campeonato olímpico es un escenario inédito y hasta hace unos años, descartado por improbable. Tenía que venir un mexicano de una generación posterior a decirme que es lo que aplica cuando se es campeón: lo mismo que hacen ahora las selecciones menores con la mayor.

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