Tributo


Mi amigo C. me escribió uno de esos mensajes instantáneos que estaban de moda hace algunos años.  “Iván, se murió L.”.  Creía recordar en ese momento a quien se refería mi amigo; sé, sin duda, que fuimos compañeros de generación mientras estudiábamos la carrera profesional, pero bien a bien, no fui capaz de asignarle un rostro definido.  Me dolía, de cualquier forma.  Era la segunda compañera de la carrera que fallecía; no habían pasado ni 8 años que nos habíamos graduado.

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No hace mucho fui al cine a ver una película acerca de una familia que estaba vacacionando en Indonesia durante el demoledor tsunami de 2004.  La vida les cambió en cuestión de segundos: de estar vacacionando en un resort de lujo, se convirtieron en damnificados itinerantes en un país lejano.  El momento culminante es cuando se encuentran entre sí los tres hijos y el padre de la familia, después de días de buscarse todos mutuamente sin saber uno el paradero de los otros (búsqueda en la que incluso contemplaban la posibilidad de no volverse a ver jamás). 

La película se basa en un caso real y seguramente para esa familia, fue ese el momento más dichoso de sus vidas; seguramente el resto de los encuentros que habían tenido previamente jamás les había provocado ni remotamente lo que sintieron en ese momento.  Lo que me lleva a preguntarme ¿el resto de los encuentros de un hijo (o de un padre, o de un esposo, o de un amigo...), con sus hermanos y su padre debería provocarles dicha alegría?  Mi respuesta es, mayormente sí.

He escuchado desde que era infante, que las mejores cosas en la vida son las más sencillas y que usualmente no se pueden comprar (Master Card fundamenta en esa idea una de las campañas publicitarias más exitosas en la historia de los negocios), pero a medida que acumulo años me convenzo más férrea y genuinamente acerca de esa afirmación: el poder compartir con los nuestros el pan de cada día, el ver a tu hijo despreocupado concentrarse en patear una pelota como si en el mundo no hubiera más nada, tener un empleo y el vigor suficiente para llevarlo a cabo, son cosas que por cotidianas no valoramos… hasta que carecemos de algunas de ellas.

El encuentro de una familia en medio de una desgracia cambió la manera en cómo conciben la vida esas personas: no debería haber en el futuro encuentro entre ellos que no los lleve a recordar que practicamente por una cortesía providencial pueden seguirse pasando la caja del cereal cada mañana.  El resto de las personas, bien podríamos concebir lo afortunados que somos aún en medio de la más tediosa de nuestras actividades.

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Hace algunos años, aprovechando las vacaciones decembrinas, varios amigos de la facultad nos reencontramos en un bar de alitas.  C. estaba ahí también.  Todavía con evidente dolor nos dijo lo difícil que fue para él la enfermedad y el posterior fallecimiento de L.  Aún eran novios cuando le detectaron un padecimiento muy raro y letal.  Ella le pidió que se dejaran de ver algunas semanas antes del desenlace… C. piensa que lo hizo para liberarle a él un poco de carga, pero por lo que entendí, él seguía comunicándose con los padres para saber acerca de ella.  

Pasó las últimas semanas de su vida acostada todo el tiempo; no podía mantenerse en pie.  En alguna ocasión, ella expresó su deseo por poder ir a pasear o a correr a un parque… Algo tan cotidiano para tantos… 

Aún hoy, sigo sin recordar plenamente el rostro de L., pero después de lo que me comentó mi amigo aquélla noche de diciembre, ella se convirtió en la mujer que me hizo reparar en lo afortunados que somos los que tenemos al alcance tantas cosas tan sencillas... pero que para algunos son sencillamente imposibles.  Descanse en paz.

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