Eficacia, no epopeya
Cuando adolescente, un amigo me comentó si él llegara
a ser presidente de la república, le gustaría ser recordado por las cosas que
hizo. Mi respuesta, acaso más bien
pragmática, fue que a mí me gustaría no ser recordado en absoluto: esa sería la
señal inequívoca que las cosas se hicieron de manera correcta. Un poco de ese pragmatismo creo que le
vendría bien a buena parte de los integrantes del gobierno federal (y a los
legisladores y gobiernos locales emanados del Partido Morena).
El Presidente López Obrador parece considerar que su
mandato es “el hito”, la gran bisagra nacional entre un México corrupto,
empobrecido y en penumbras, y un México próspero, justo y luminoso. Algo así
como México “a.L.” y “d.L.“ (“antes de López” y “después de López”). El Presidente está empeñado (y así permea en
sus colaboradores y en los legisladores de su partido y en los gobiernos
locales que enarbolan su bandera y en sus numerosos seguidores), que su sexenio
es mucho más que un periodo de gobierno: lo ven como el alumbramiento de un país nuevo, casi utópico.
Creo que es natural que un presidente considere que su
mandato tendrá un sello que le pondrá un lugar en la historia nacional (ser el
primer mandatario de un país no es cosa menor), pero de ahí a que todas las
acciones de gobierno se lleven a cabo con la vista puesta en el horizonte de la
historia y no en el aquí y el ahora de la realidad nacional, es erróneo,
terriblemente pretencioso y absolutamente insensible. Sacrificar los recursos en programas de salud
pública (como se ha documentado de manera vasta en las últimas semanas) para
aplicarlos a mega proyectos de infraestructura (como el llamado Tren Maya) o al
rescate financiero de Pemex es sencillamente obsceno.
La reciente visita de la comitiva mexicana a
Washington, encabezada por el Secretario Marcelo Ebrard, para negociar con el
gobierno de Estados Unidos la aplicación de aranceles es otro ejemplo de llevar
un tema comercial, a un plano mucho más trascendente, como si se tratara de una
cruzada. Cuestiones arancelarias se
pueden resolver con trabajo de escritorio: imponiendo aranceles a ciertos productos
estadounidenses (que lastimen políticamente al Presidente Trump o a gobernadores
o legisladores republicanos). La
imposición de aranceles va en contra del TLCAN (todavía vigente), por lo que si
bien habría una afectación a las exportaciones nacionales en el corto plazo (y
a los compradores estadounidenses, no está de más recordar), los aranceles
tendrían que retirarse tarde o temprano en caso de llevarse el caso a
tribunales (más trabajo de escritorio, pues).
Sin embargo, el gobierno mexicano decidió mandar a un
grupo de negociadores desde el viernes pasado por la tarde (lo cual es un
dislate logístico: ¿esperaban que las reuniones se llevaran a cabo el fin de
semana?), en lugar de tratar el tema “tallando lápiz”. La razón no creo que tenga que ver con falta
de conocimiento (alguien en la Secretaría de Economía debe saber de aranceles y
comercio internacional), sino más bien con cierta predisposición del gobierno
de abordar todos los temas desde la perspectiva de su legado histórico: un
saludo puede llegar a ser el nuevo abrazo de Acatempan; la construcción de una
refinería, la perpetuación de la expropiación petrolera; la negociación para
cancelar aranceles a las exportaciones mexicanas, el hito que reconfigure las
relaciones de México con el mundo para siempre, ni más ni menos que “la
Doctrina Ebrard”… Este gobierno tiene una especie de vocación homérica que ve
en cualquier tema, una odisea que formara parte de la mitología nacional. Los ciudadanos de este país demandamos
eficacia, no epopeya.
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