Reivindicación de la sangre nueva.


Solían llegar a lo largo de todo el día. Se postraban afuera de mi casa y gritaban mi nombre doméstico (por el que nunca se referían a mí una vez que estaba con ellos). Después de algunos años, conocimos ciertas formas de sofisticación y un chiflido peculiar era la contraseña del llamado. La mayoría de las veces, mis camaradas me esperaban afuera de la cochera; algunas otras, las menos, silbaban y se iban a la esquina, el punto de reunión.

Cuando niños, jugábamos futbol en la calle. Cuatro piedras y un balón eran suficientes para combatir el tedio. Algunas veces no podíamos cubrir la cuota de ladrillos para delimitar los marcos y usábamos sólo dos piedras (o bultos o mochilas): poníamos cada una a una zancada de distancia del machuelo y resolvíamos la complicación logística.

Con el tiempo el llamado dejó de ser para jugar futbol y más bien era para irnos a embriagar, típicamente a la casa de Chochonegger. Pocos trabajaban en esos años, por lo que a duras penas ajustábamos el cartón de caguamas con moneditas. Esas borracheras eran épicas, aunque a veces sospecho que me embriagaba más la temperatura de la cerveza (sólo la mitad del cartón nos la bebíamos fría; la otra mitad la ingeríamos a temperatura ambiente). Alguna vez salí de mi casa con unos siete pesos en la bolsa; regresé unas seis horas después, borrachísimo y con diecisiete pesos.

A donde quiero llegar es al mediodía de ayer. Tocaron el timbre en casa de mis papás y yo seguí ocupado en mis asuntos. Mi madre atiende, regresa a donde estaba yo y me dice que al que buscan es a mí. "Tu amigo El Birriero", me dice. Se refiere a mi camarada El Snake (ignoro en qué momento le pusimos ese mote a una persona que siempre se caracterizo por ser de los mejor portados en la palomilla). Salgo a la cochera, la misma en la que solía atender a los camaradas hacía más de una década. El Snake llegó con su esposa y con su primogénito, de alrededor de un año. Saludo a ambos; al pequeño, más bien con un tierno agarrón en el estómago.

Nos ponemos al corriente. En algún momento le ofrezco pasar a la casa, pero Snake se niega, acaso para no contaminar un ritual de amistad que habíamos llevado a cabo desde la infancia: resolver nuestras diligencias bajo el Sol, al amparo de la calle. Durante un momento se me viene a la cabeza algo que me sucedió el día anterior: otro amigo me confesó que estaba siendo amenazado bajo cierta forma de extorsión ("ya se están metiendo con mis hijos", me dijo con las lágrimas a punto de reventar las púpilas). Vuelvo a lo que pasaba en ese momento, Snake y su esposa me platican acerca de sus recientes vacaciones en un hotel especializado en niños ("¡Tienen una carta con cocteles para niños!", me compartieron asombrados y dichosos).

Veo al niño jugar en la banqueta, dando sus primeros pasos tambaleantes. Le miro sus ojos maravillosamente vivos, grandes y curiosos, como en estado de permanente asombro. Pienso en la realidad de mis dos camaradas: del que tiene miedo que algo le pase a sus vástagos y del que me presume que el suyo jugaba a embriagarse con 7 Up y granadina. ¿Acaso ambos no tienen derecho de ver crecer a sus hijos bajo ciertas garantías? ¿Acaso ambos no deberían vanagloriarse de los pasos tambaleantes y de los primeros besos y de las menciones honoríficas en la escuela de sus hijos? ¿Por qué uno de ellos en ese momento tiene que vivir con la pena en el estómago de no saber si las amenazas de que es objeto son sólo una mala broma o algo para preocuparse? ¿Por qué todos tenemos que vivir preocupados que no seamos nosotros "los siguientes"…?

Veo al pequeño Snake y no puedo evitar sentir cierta forma de dicha. Lo veo jugar de un lado a otro con sus ojos niños y me reprocho un poco el dejarle un mundo más podrido del que yo conocí cuando niño. Quizás esos mismos ojos curiosos sean capaces de dilucidar una solución a los problemas que la gente de mi generación ha creado o cuando menos no ha sido capaz de solucionar.

Comments

Popular Posts